ESPÉRAME SIN HORA
Espérame sin hora, donde la garza blanca
se posa sin hollar.
Espérame en el río,
que está lejos el mar.
Espérame en la noche de estas tinieblas claras
sin luz artificial.
Espérame en el sol, callado y crudo,
sentado a cualquier puerta que convide a sentar.
Espérame más viejo, más joven, más sin años,
más sin tiempo; quizás
más cerca de mí mismo
y de toda verdad.
Desnudo y libre, como un niño indio
que aún no han podido civilizar!
Espérame sin hora, donde la garza blanca
se posa sin hollar.
Espérame en el río,
que está lejos el mar.
Espérame en la noche de estas tinieblas claras
sin luz artificial.
Espérame en el sol, callado y crudo,
sentado a cualquier puerta que convide a sentar.
Espérame más viejo, más joven, más sin años,
más sin tiempo; quizás
más cerca de mí mismo
y de toda verdad.
Desnudo y libre, como un niño indio
que aún no han podido civilizar!
(José M. Vidal, Sao Felix do Araguaia). Como buen poeta y artista consumado, Don Pedro Casaldáliga vive rodeado de símbolos. Sencillos, pobres y austeros, como él, pero siempre bellos. Desde su casa, repleta de recuerdos, a su catedral, decorada por Cerezo, pasando por su capilla o sus objetos más cotidianos.
Este obispo siempre vivió como su gente. De hecho, no quiso tener nevera, cocina de gas o teléfono hasta que no lo tuvieron la mayoría de sus fieles. Y por supuesto, nada de palacio. Su casa, en el número 1310 de la Avenida Governador José Fragelli de Sao Felix no se distingue de las demás. Rectangular, con un tejado a dos aguas cubierto de uralita, revocada y pintada de color ocre y con un pequeño porche adosado.
Delante de la casa, un trocito de césped, con un cactus, varias plantas de aloe-vera, un arbusto, una enredadera y un viejo tronco seco y quemado, recuerdo de las famosas quemas de campos, para desforestar la selva, que siguen llenando el cielo de nubes en este época del año.
En el pequeño porche de entrada, tres macetas con plantas tropicales. Desde hace años, a la casa no se entra por la entrada principal, que solo la abre para ventilarla Doña Diolice, la señora que cuida de la casa y de la cocina de Pedro. Su segunda madre, que le mima tanto, que hasta aprendió a hacer tortilla española para su obispo.
La entrada es por la parte lateral y da directamente a la cocina. El interior de la casa no tiene techo. Se ven las uralitas viejas y humedecidas, y el ladrillo sin revocar. Las paredes se alegran con los cuadros y recuerdos del obispo, colgados por todas partes, excepto en el rincón reservado a la cocina grande de butano.
Hay dos estanterías, para colocar los perolos y los platos de duralex, y un mantel de cuadros blancos y azules colgado en una pared, con bolsillitos, para colocar la cubertería. Una mesita para los cántaros del agua y otra, para los desayunos, con taburetes.
A la derecha de la puerta de entrada a la cocina, una mesita para el teléfono. A su lado, una foto de una mujer joven y guapa con un niño en brazos y la clásica cerámica con una frase: "Al entrar, Dios te bendiga. Al salir, Dios te acompañe". Y, en la puerta que da al patio, un cartel con la foto del Papa y una de sus frases: "Ninguna familia sin casa, ningún campesino sin tierra, ningún trabajador sin derechos". Los viejos lemas de Casaldáliga ahora retomados por el propio Papa de Roma.
La casa dispone asimismo de un saloncito, con las paredes tapizadas de recuerdos: las gorras de las distintas campañas reivindicativas, el cuadro de la Misa de los Quilombos, el Cristo y el Francisco de Asís de Maximino Cerezo, un cuadro de Neruda y otro de Chaplin, un remo parecido al que utilizó de báculo del día de su ordenación episcopal y un sombrero sertanejo, como el que usó de mitra. Porque este obispo nunca utilizó mitra ni báculo ni anillo.
El anillo dorado, que le mandó Pablo VI para su consagración episcopal, se lo regaló a su madre y él se puso (y lo sigue llevando desde entonces) un anillo de tucum (palmera), símbolo de la opresión de los indios.
En una estantería, hay cruces de colores, diccionarios y libros en catalán, pequeñas esculturas de madera y todo tipo de premios que recibió en todo el mundo a lo largo de su vida.
Su habitación y sus libros de cabecera
En la estancia contigua, su pequeña habitación, con una cama estrecha y un colchón con muchos años. Justo en la pared de al lado de la cama, la foto del mártir que le salvó la vida, Joao Bosco, y, encima de la cama, sus libros de cabecera en todos los sentidos. Sus preferidos, los que hojeaba y consultaba a menudo.
Repasarlos es como desvelar el secreto de sus fuentes. Hay libros de Ernesto Cardenal y de César Vallejo. Dos obras de González Faus, 'La Humanidad nueva' y 'Proyecto de hermano'; 'Símbolos de libertad' de José María Castillo; Mysterium Liberationis en dos volúmenes; El 'Jesús' de Schilleebeeck; el clásico de Galeano 'Las venas abiertas de América Latina'; 'Cristianismo y religiones' de Dupuis; 'Nuevo socialismo y cristianos de izquierda' de Rafael Díaz Salazar; 'Cristo libertador' de Jon Sobrino; o 'Los Herman os Karamazov' de Dostoyevsky.
Su vieja Lexikon 80, la máquina en la que escribió todos sus libros, homilías, discursos y poemas, se conserva en el archivo de la Prelatura, donde guardan la memoria del obispo de los pobres.
La parte superior de la estantería de su habitación está repleta de recuerdos, entre los que sobresale el crucifijo en forma de hoz y martillo del jesuita boliviano Espinal, que hizo famoso Evo Morales, al regalárselo al Papa Francisco, en su reciente visita al país andino.
En la otra habitación de la casa, una cama y un armario, en el que se conservan sus paramentos litúrgicos. El alba de las grandes ocasiones, dos estolas de colores, el cáliz, la patena y el copón de madera.
Con el tiempo, la casita sin revocar fue creciendo hacia la parte trasera, con un patio cubierto y abierto, que hace las veces de comedor y donde pasa la mayor parte del día Don Pedro, sentado en su silla baja, mientras las gente pulula a su alrededor, cada cual atento a sus quehaceres.
En el jardín trasero, la capilla, en forma de corazón abierto al mundo. Rodeada de plantas y de taburetes de madera entorno a un pequeño altar. Toda de ladrillo visto. En el frontal, el sagrario de colores. A la derecha, la Virgen. A la izquierda, una escultura de madera del mapa de Africa con esta leyenda: 'Crucificada'.
Al lado, un Cristo negro y debajo una cajita de hojalata, un tesoro. Al abrirla, aparecen dos reliquias: un trocito de sotana ensangrentada de monseñor Romero y un trocito de un hueso de Ignacio Ellacuría. Dos de sus mártires de la liberación. Sangre derramada por los pobres. Por debajo, un cesto con una Biblia abierta. Como si el pan de la Palabra floreciese con las sangre de los mártires.
Las catedral pintada por Cerezo
Desarma por su belleza sencilla. Por fuera, parece una iglesia típica de barrio, con una campana colgada al lado. Pero, ya de entrada, destaca un gran mural de azulejos de la Virgen de la Asunción, que ocupa la parte superior de la fachada. Y una puerta de madera, repleta de símbolos en cada uno de sus cuadrantes.
En uno de ellos, por ejemplo, aparece un remo y un hacha en forma de cruz, con el río debajo. En otro, el mate que toman los indios.
Al abrir la puerta, un bofetón de belleza, color y simbolismo de la espiritualidad de la liberación. Maximino Cerezo en todo su esplendor y su mural tantas veces visto, pero nunca admirado de cerca. En la parte superior, el Espíritu Santo en forma de paloma que cubre a los crucificados que portan la cruz hacia Cristo resucitado.
La procesión sale de las chozas. Está formada por una representación elegida de pobres: un indio, un negro, un campesino...Cargan con la cruz, pero con la confianza que les da el resplandor del Cristo resucitado, que se levanta por encima de las alambradas. Un mural, que resume a la perfección la vida de este obispo diferente, dedicado a las causas de los pobres, jugándose la vida por ellos, con ellos y como ellos.
En la parte posterior del mural y del altar de la 'catedral', la capilla ante la que rezaba, a menudo, Casaldáliga. Su pozo de Jacob, su remanso de paz, donde se encontraba a solas con su Dios, cargado con el llanto y el grito de los suyos. Quizás por eso, al lado del sagrario, Maximino Cerezo pintó está frase: "Yo soy el pan de vida". Y Casaldáliga lo sabe bien, no en vano se pasó la suya repartiéndolo a los preferidos del Señor.
José M. Vidal.
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